Estas páginas que hoy escribo tratan de algo que sucedió hace ya 65 años.
Todo empezó precisamente poco después que el Comandante Militar cuyo nombre mancha gran parte de la historia más negra de la represión, diera la orden a todas las fuerzas bajo su mando de extremar las medidas de vigilancia a lo largo de la isla para impedir cualquier nuevo intento de evasión. ¡Ya eran demasiados los que lo habían logrado! Y no quería saber ni de uno solo más. Había que frenarlos a toda costa y detenerlos vivos o muertos.
Esos momentos de iniciación y los que siguieron no los tenía olvidados, porque hay cosas que, a diferencia de otras, quedan con uno para siempre. Pero para mi sorpresa, después de largos años sin saber el uno del otro, hace unas semanas me llegó la voz de Antonio González que me llamaba desde Tenerife. Y basto esa llamada para que revivieran en mí los días sombríos que siguieron al 18 de julio y la pesadumbre y temor que se extendió por toda la isla al ver el odio desplegado hasta extremos que no hubieran podido pensarse antes en Tenerife y una represión feroz constituida en sistema.
La historia de la evasión la había tenido yo siempre conmigo hasta hoy, como algo más bien interior, que no tenía mayor motivo para ser divulgada y hasta donde yo sé, nunca ha sido publicada. Algunos periodistas nos entrevistaron recién llegados finalmente a tierra, la verdad es que fue muy poco lo que contamos pues entonces no teníamos otro interés que llegar a la España republicana, de modo que lo que ahora se relata constituye un conocimiento que estimo enteramente nuevo.
En nuestra conversación Antonio me contó que había terminado de escribir las memorias de su vida y que en ellas relataba el episodio de la evasión siguiendo lo que le relató su hermano Luis y que deseaba contar también con mi versión escrita de todo lo sucedido para tener una relación fidedigna y completa. No muchos días después de hablar con Antonio recibí la dura noticia de su muerte que es más trágica aún porque había llegado a ser un motivo de orgullo para Tenerife, y la gente conocía su grandes valores y admiraba y respetaba su personalidad. A mí me deja, además, el sinsabor de que nunca podrá leer el relato de estos hechos que él tanto deseaba conocer.
La noche del 24 de noviembre fue la última que pasé en mi casa, en la calle de la Carrera en La Laguna; había sido la casa tradicional de mis abuelos. Esa noche ya había terminado los preparativos hechos, y tenía conmigo un arma de 9 mm, que había extraído del correaje de un militar franquista conocido y en cuya casa estuve la noche previa a la evasión.
Conocíamos y podríamos decir que ya estábamos habituados a andar con el cuidado necesario para evitar que nos descubrieran los espiones que andaban hasta debajo de las piedras, unos pagados y otros entusiastas voluntarios, pero a ello se agrega ahora el peligro inminente de que entre la tarde del 24 y la noche del 25, en que iniciaríamos la partida, se descubriera antes de escaparnos la falta de la pistola; eso sería prueba segura de mi intervención y de que se estaría en esos momentos intentando una nueva evasión. Yo había intentado reducir ese riesgo introduciendo en la funda del cinturón militar una copia en madera de la pistola, agregando delgadas láminas de plomo para que diera también el peso necesario; pero ese peligro corría de todas maneras y seguía manteniéndose; si incurrimos en el fue porque estaba sobrentendido que no nos entregaríamos a fuerzas militares o policiales que pudieran sorprendernos, y esperábamos disponer de otras más que nunca llegaron.
Hacia los ocho de la mañana del 25 de Noviembre me despedí como quien dice de mi casa y de mi tierra y salí para encontrarme con Luis González que juntos iniciarnos el camino hacia el Monte de las Mercedes, donde habíamos convenido encontrarnos con otros miembros del grupo evasor. Abordamos un autobús de línea que hacia allá se dirigía y no fue poca la sorpresa cuando vimos -todavía sin salir de los términos de La Laguna -una pareja de la guardia civil que subió al autobús y tomó asiento en la parte trasera, próxima a donde nosotros nos encontrábamos. A pesar de la inquietud que sin duda nos causaban esos dos viajeros imprevistos e indeseados, simulamos lo mejor que pudimos ser jóvenes que salíamos de excursión por ese día a Las Mercedes. Así, pudimos proseguir el viaje sin tropiezo unos pocos kilómetros hasta que descendimos frente al camino de montaña que desemboca en la carretera por la que íbamos.
Habíamos quedado de encontrarnos con los demás en la Cruz de Afur, como así fue. Eran en número de unos tres o cuatro y con nosotros completaríamos los que tendríamos que bajar la montaña hacia San Andrés. Lo primero que recuerdo bien fue la imponente figura de un hombre flaco y de rostro anguloso, de unos treinta y cinco a cuarenta años, que en medio de gritos entusiastas y estentóreos nos abrazó; al preguntarle yo si traía armas, extrajo de la cintura un tremendo pistolón que por su apariencia desde que lo vi pensé que en caso de emergencia no sería mucha su ayuda, pero no cabía dudar que su simple apariencia cercana podría aterrorizar a cualquiera.
El que lo portaba se llamaba José Agustín, pero corría la voz de que habiendo estado condenado a muerte pudo escapar con vida por la extraña circunstancia de que por error fusilaron a otro preso de nombre Agustín José, quedando él más tarde en libertad. Sólo la saña que azotaba a la isla y la frialdad y ligereza con que se quitaba la vida a la gente podría explicar ese abominable error.
Creíble o no, lo cierto es que se contaba ese hecho como realmente sucedido, aunque nunca lo oí en boca de mi compañero al que durante el resto de los días llegué a apreciar y valorar.
De los demás recuerdo bien a Mario García, madrileño, que tenía en La Recoba de Santa Cruz un pequeño puesto de telas, del que aportó a la expedición un lienzo de color negro, muy brillante, que serviría en caso necesario para confeccionar una vela, como así tuvimos que hacer a mitad de nuestro recorrido y con la cual nuestra embarcación entró por fin al puerto que señalaría el término de nuestra travesía.
Allí encontramos también esperándonos en el monte al Sargento Cutillas y por extraño que parezca, se decía que el mismo había estado condenado en prisión bajo cargo grave y que inexplicablemente fue más tarde liberado; mostró gran intranquilidad a lo largo del viaje, tal vez herencia de lo que habría pasado durante su detención, pero inopinadamente, según contaremos más adelante su presencia fue decisiva para salvarnos estando ya en territorio de África.
De Luis Alcalá, el Cordobés, tengo presente su ánimo alegre y decidido que no dejaba de conversar con unos y otros casi durante toda la travesía. El fue el que días previos a la salida, hizo un recorrido cuidadoso desde la Cruz de Afur descendiendo hasta San Andrés y la casa donde nos encontraríamos esa misma noche con los demás del grupo.
Ya reunidos en la Cruz de Afur, caminamos enseguida a un lugar bastante próximo que por su arboleda nutrida nos pareció apropiado para esperar en él las primeras horas de la noche, momento en el que empezaríamos el descenso con menor riesgo hacia San Andrés.
El sitio parecía tranquilo. No se sentía ruido ni se veía persona alguna y allí tomamos el almuerzo, que tardaría mucho en poderse repetir.
Empezábamos a conocemos mejor y a conversar entre nosotros cuando se escuchó cercano el canto de mirlos. A todos nos parecía inconfundible, pero de pronto el sargento Cutillas, al percibirlo, pareció atemorizarse y nos dijo
– Oigan, debe ser la guardia civil que viene buscándonos y se comunican entre ellos con silbidos.
Al fin pareció tranquilizarse al ver la seguridad nuestra. Las horas siguientes fueron sin novedad, y permanecimos allí hasta que aparecieron las primeras señales de la noche. Bajamos por la montaña guiados por el Cordobés, simulando ser prisioneros que iban conducidos por militares hacia destinos tal vez de muerte; de esa manera queríamos evitar la curiosidad y observación que pudieran hacer campesinos de la zona, pues ya se había dado el caso que en una ocasión donde en efecto militares conducían a prisioneros por la montaña y notaron que eran observados desde una casa, no les pareció bien y más tarde le cobraron un duro precio.
Por fin en San Andrés enfilamos separados, en grupos pequeños y distantes, hasta una casa a la orilla del mar donde encontramos a los que nos esperaban. Primero saludamos al que más adelante llamaríamos el Abuelo, encargado de guardar en su casa la dotación de agua, que era lo más importante, algunos alimentos y también pequeños depósitos de petróleo pesado «bunker oil», como reserva. Junto a él estaba el maquinista Antonio Martín, al que siempre nombraríamos por su alias Morín, que fue providencial en más de una ocasión en momentos difíciles, y también saludamos al joven timonel, de sólo 17 años, que a pesar de su extrema juventud supo enfrentar las inclemencias del mar con toda serenidad.
Muchos de los que allí nos encontramos nos conocimos entonces por primera vez, y pronto nos dirigimos a la lancha, de nombre «Silva el Marino», de siete metros de largo, descubierta, que tenía adaptado un motor de 1928 o algo así. Estaba atracada en un pequeño espigón que servía usualmente a los pescadores. No era mucho. Una pequeña lancha y un motor anticuado, lo suficiente para iniciar la salida y con la suerte de que ambos respondieron a lo largo de la travesía.
Ya estaban los faros del Fuerte de Almeida rastreando todo el puerto de Santa Cruz cuando iniciábamos la operación de llevar a la lancha un bidón con agua que debía bastamos para toda la travesía. Al intentar depositarlo en ella cayó al mar y se hundió sin que fuera posible evitarlo.
No cabía sino reponerlo con otro igual, como así se hizo. El nuevo lo depositamos sin problema en la popa, pero nos siguió azotando ese infortunio del agua, pues más adelante al tratar de tomarla por primera vez pudimos ver con sorpresa y también con gran pesar que había cierta cantidad de aceite pesado. El viaje duró más de lo que habíamos pensado, ocho días, y en los ocho padecimos por ese motivo; pues la agitación del mar y el movimiento de la lancha mezclaban los dos elementos, haciéndola imposible de beber; solo nos quedaba el pobre consuelo de enjuagarnos de vez en cuando la boca, lo cual hacíamos también con agua del mar.
Ya dispuestos para la salida tuvimos que realizarla con la mayor prisa pues íbamos retrasados en nuestros planes y no pasarían muchas horas antes del amanecer. Como pudimos nos acomodamos en la pequeña lancha que solo permitía ir sentado al timonel. Empezamos a avanzar hacia la salida del puerto, muy lentamente para evitar dar señales que pudieran observarse desde el Fuerte. Ese era nuestro mayor cuidado. Poco después, encontrándonos como a medía distancia de la boca del puerto, uno de los rayos se detuvo sobre nosotros y si pudimos salvar ese mal paso fue porque poco antes nos habíamos tapado lo mejor posible con la vieja lona que se empleaba para cubrir la proa. Pocos segundos permaneció la luz sobre nosotros y pasó de largo. Seguimos alejándonos a paso lento hasta entrar a mar abierto. Ahí se iniciaba la segunda fase de la escapatoria.
Pasado ese trance difícil emprendimos rumbo Norte, el cual deberíamos haber mantenido por unos tres o cuatro días, para tomar entonces dirección Este hacia la costa africana. Nunca pudimos entender lo que pasó. Transcurrieron tres días o tal vez más sin el menor atisbo de la proximidad de tierra. Una pequeña brújula adquirida en’ La Laguna, que conservé conmigo durante muchos años, nos pudo ayudar durante todo el recorrido, pero por causas desconocidas, casi misteriosas, en algún momento no seguimos de continuo ese rumbo y tal vez en algún trecho navegamos hacia el Sur. Más tarde, ya terminada incluso la guerra, supe por vía cierta que la comandancia naval al enterarse de la evasión dispuso la salida de un guardacostas a perseguirnos y ya dada la orden el capitán del guardacostas estimó que llevábamos demasiada ventaja para que fuera posible alcanzarnos y que solo representaría un gasto inútil de combustible, suspendiéndose entonces la salida. Esta vez nos favoreció la suerte.
Pero la noche siguiente nos esperaba una dificultad adicional. El mar tenía un oleaje más bien leve, cuando a eso de las dos o tres de la madrugada empezó a incrementar su fuerza y la pequeña lancha tuvo que enfrentar enormes olas que enfilaba recorriéndolas hasta lo alto, y una vez rebasada la cima caía descendiendo en un trecho que sentíamos interminable. En medio de la violencia del mar y la prolongación de las altas olas la pequeña lancha parecía aún más diminuta de lo que era.
Estando en esa situación, en plena tormenta, Morín, a cuyo lado me encontraba, dijo que quedaba muy poco combustible en el depósito y que el riesgo de quedar a la deriva por paro del motor era muy grande. Luis González, al oír la voz de Morín, no tardó en tomar uno de los depósitos de reserva de combustible que se encontraba hacia la popa. En un segundo lo vi aproximarse y con celeridad saltar y deslizarse sobre la lona aceitada y movida por la tormenta, pero con gran riesgo pudo afianzarse por fin y llegar hasta el conducto de entrada del combustible donde vació el que él traía hasta su última gota. El regreso hacia la popa lo hizo en un movimiento más rápido y sin tanto peligro.
El día siguiente, pasada la tormenta, fue de navegación tranquila, compartíamos entre nosotros impresiones y especulábamos sobre los posibles hechos que nos reservaría la travesía en los días que faltaran hasta alcanzar nuestro fin. Al entrar la noche seguíamos conversando, cuando de forma repentina sentimos que la lancha perdía movimiento y dejaba de avanzar hasta quedar totalmente detenida. Extrañamente seguía funcionando y seguíamos oyendo el ruido del motor. Lo primero que pensamos fue que se trataría de un desprendimiento de la hélice y para comprobarlo entró al agua el timonel, diciendo poco después que la hélice estaba en su sitio y se encontraba firme. De esa manera se presentaba como única y grave posibilidad que el eje de transmisión se hubiera quebrado en dos pedazos. Era una avería grave que en la situación nuestra parecía muy difícil si no imposible de reparar y podía poner punto final a nuestra travesía.
En la mañana siguiente el maquinista Morín, sin mediar palabra, empezó a levantar tablas del fondo de la lancha y todos nosotros no quitábamos la vista de lo que hacía hasta que, con gran desazón, pudimos ver el eje trozado en dos partes. Estábamos en uno de los más graves momentos desde nuestra partida pero de alguna manera no perdimos la confianza. Morín tardó en encontrar la solución pero al cabo de las horas dejó el eje compuesto y pudimos oír de nuevo el ruido del motor mientras la lancha reemprendía su avance.
Lo logró de un modo artesanal, porque no existía otro. Tomó dos gruesas maderas y las aserruchó hasta hacer con ellas dos cuadrados iguales, de unos quince centímetros de largo, y los horadó en su centro, empotrándolos con fuerza en las dos partes del eje. Enseguida los unió dejándolos como si fueran una sola pieza. Entonces volvió a su puesto de mando, encendió el motor y de esa manera pudimos continuar nuestra travesía.
Pasado ese momento decidimos proseguir la marcha a la velocidad más lenta y de menor esfuerzo posible para no forzar indebidamente el eje recién reparado. Fue claro que había llegado el momento de instalar la vela como impulso que pudiera usarse al mismo tiempo que el motor o por sí sola. No tardo en quedar elaborada y la instalamos en un grueso palo que habíamos traído con ese fin, tomando la lancha una rara apariencia al quedar dominada por una extensa vela negra y de intenso brillo que la transformaba en algo nunca visto y casi irreal.
Quedaba todavía mucho mar por delante. Sea como fuere habían pasado ya cuatro o cinco días sin divisar costa. A veces en las noches, con las miradas siempre puestas hacia el Este esperábamos ver aunque sólo fuera un indicio de tierra, pero ésta no acababa de aparecer. Algunas veces nuestra ansiedad nos hacía ver luces en el horizonte que creíamos podían ser poblados o lugares habitados y resultaban ser solo unas estrellas. Ya para entonces algunos de los tripulantes estaban resentidos de salud. José Agustín iba tendido con el dolor de unas ulceras que se le habían agravado, pero las fuerzas le alcanzaban todavía para de vez en cuando preguntar.
¿Chaval, se ve algo… .se ve tierra?
Otros más, estaban adormilados, reponiendo fuerzas cuando una mañana, en las primeras horas del alba, Luis González, Morín, el timonel y yo, y tal vez algún otro, distinguimos a todo lo largo del horizonte una franja oscura indefinida que supusimos podía ser en efecto la costa de África tan buscada; pero no cabía seguridad. Le preguntamos al Abuelo señalándole la franja en el horizonte, si creía que se trataba realmente de tierra o no aquello que estábamos viendo.
-Hay que esperar, nos dijo, no saldremos de la duda hasta que se levante el sol. Si rompe y su luz se ve a través de la franja oscura, se trata de una nube. Si aparece por encima, es tierra.
Esperamos con la ansiedad que es de suponer, expectantes, con la vista fija en aquella línea grisácea. Pasó tiempo sin que la incógnita se aclarara hasta que por fin el sol asomó por encima de la franja. ¡Habíamos llegado al continente africano!
La emoción fue grande y quedamos callados por un tiempo. Después enfilamos la lancha directo hasta la costa y al llegar a ella, sin desembarcar, observamos en detalle su contextura y no dejó de sorprendernos la escasa altura con la que el continente sobresalía del mar en la orilla del Sahara.
Nos parecía que tenía solo unos cinco o seis metros sobre la superficie del mar. Todos sentimos que ese momento y esa llegada señalaban un punto decisivo de nuestra odisea y por primera vez parecía tomar firmeza la posibilidad de llegar al fin a la España republicana. Esto era el ansía permanente que todos compartíamos y que por primera vez empezó a tomar cuerpo. Quedamos ahí un buen rato, pues al parecer queríamos sentir fuerte la presencia de la costa junto a nosotros.
Después reemprendimos nuestra marcha alejándonos unos seiscientos o setecientos metros de la costa antes de tomar rumbo Norte, confiados en que hacia allá no tardaríamos en encontrar las primeras poblaciones del Marruecos francés y más adelante Casablanca.
Navegamos todo ese día y parte de la noche confiados en no encontrar novedad alguna. Íbamos tranquilos .cuando a .eso de las dos o tres de la madrugada aparecieron a nuestra derecha algunas luces que veíamos extrañas, porque junto a ellas no se observaba ninguna señal de población y sólo las divisábamos contra un fondo oscuro similar al resto de la costa. Con alguna esperanza nos dirigimos hacia ellas hasta llegar a un pequeño dique en el que atracamos sin que se observara todavía movimiento ni persona alguna. En ese momento vimos cuando el Sargento Cutillas, que hasta entonces estaba recostado, se acercó al borde de la lancha y al mirar y ver las luces dio casi un grito desesperado en medio de maldiciones y exclamó.
-Eso es Ifni, estamos en Ifni. Empezó a enumerar lo que él conocía pues había servido allí en el pasado. Esa es la Almadraba, señalaba…Allá está el depósito de combustible, los cuarteles y así siguió nombrando las distintas partes de aquel lugar que era, ni más ni menos, un centro militar del franquismo servidos con tropas y moros y que además era un punto de encarcelamiento para prisioneros políticos que por razones especiales los destinaban allá.
Cuando por primera vez oímos la voz de Cutillas anunciándonos esas tremendas novedades no le creímos del todo, pero ahora no cabía dudarlo teníamos que enmendar nuestro error, y lo que no era fácil, encender de nuevo el motor para lo cual se requería calentarlo con un potente soplete y hacer todo eso sin que nadie pudiera advertirlo desde el centro militar.
La distancia entre el dique donde nos encontrábamos y aquellas luces era bastante corta, no más de unos trescientos o cuatrocientos metros, según nos parecía y cualquier señal o ruido podrían ser advertidos. La maniobra era un punto verdaderamente crítico en ese momento. El motor estaba apagado y como dijimos, necesitaríamos calentarlo durante un espacio no corto de tiempo. Una vez más la modesta y también providencial lona que recubría la proa fue importante para nuestra seguridad. Por todos los medios había que evitar que pudiera observarse cualquier reflejo de la potente llamarada que durante algunos minutos tenía que mantenerse activa.
Como pudimos emplazamos la lona entre el motor y la costa en el más absoluto silencio y así seguimos esperando hasta que oímos el ruido del motor en marcha. Nos cubrimos hasta el fondo de la embarcación y muy lentamente, emitiendo sólo un ruido imperceptible, nos fuimos alejando de la amenaza de esa posición franquista.
Ya habíamos entrado en el sexto día. Nos acompañaba un buen sol y en aguas tranquilas seguimos separados de la costa y confiados en el motor reparado a cuyo impulso se sumaba el de la vela ya emplazada. De esa manera pensábamos llegar a puerto seguro y al punto fina1 de nuestra travesía. En eso estábamos cuando, unas doce horas después de nuestra partida de Ifni, vimos frente a nosotros y a mediana distancia dos embarcaciones extrañas, a uno y otro lado de la nuestra, tripuladas cada una de ellas por cinco o seis personas, a remo. Ellas permanecían detenidas y a medida que nosotros nos acercábamos y las distinguimos mejor, las vimos desproporcionadamente altas y cubiertas en sus lados por extraños adornos y figuras geométricas coloreadas. A medida que avanzábamos rumbo norte, acercándonos necesariamente hacia donde estaban las dos lanchas morunas, empezaron lentamente a remar acercándose entre ellas para así cerrarnos el paso. Nuestra lancha no aceleró la marcha hasta que nos encontrábamos ya muy cerca de ellas y entonces la forzamos adquiriendo impulso rápido.
Los moros, pues por su apariencia era indudable que se trataba de ellos, apresuraron el remaje y haciendo un esfuerzo final intentaban abordarnos. Ya estaban próximos, a unos treinta metros a ambos lados, y con caras adustas intentaron cerrarnos el paso. Fue en ese momento cuando decidí sacar la pistola que traía, apuntándola hacia ellos y lo mismo hizo José Agustín con aquel pistolón que llevaba. En ese mismo instante los moros dejaron de bogar, levantaron ambas manos hacia el cielo y con sonrisas forzadas y repetidas querían mostrar sus amistosas intenciones.
Pasamos sin el menor intento de ataque.
El incidente no dejó de tener peso, pero también nos hizo reír después al recordar la transformación y cambio total de sus expresiones hasta querer hacerlas convincentemente amistosas. Ya con este episodio eran cuatro las veces en que habíamos vencido dificultades de gran peso, desde la primera de ellas, que fue la pérdida del agua en el momento preciso en que nos disponíamos a zarpar; en seguida, la detención sobre la lancha de uno de los 2 rayos del fuerte por varios segundos mientras intentábamos salir del puerto de Santa cruz, en tercer lugar, la tormenta que nos azotó con fuerza en medio de la noche y que en algún momento parecía que iba a poner fin a nuestra navegación; y ahora este último del intento de abordaje de los moros que también representó un punto de interrogación a la continuidad de nuestro viaje. No es de creer en manos milagrosas, pero si es de notar que en cada una de esas situaciones graves parecía que la suerte nos echaba una mano en el momento más peligroso. Esto nos alentó en nuestro camino, pero no podíamos olvidar que seguían prevaleciendo las privaciones y la inevitable incertidumbre.
Proseguimos nuestro viaje siempre hacia el norte esperando encontrar puerto en el que al fin pudiéramos atracar y desembarcar en la costa Africana. Pasamos todo ese día costeando sin divisar más que el interminable Sahara, que parecía no tener fin. Ya mediado el día siguiente, octavo de nuestra evasión, vimos en la lejanía las señales indudables de una población que resultó ser el Puerto de Agadir, el primer punto del Marruecos francés poblado. La entrada de la bahía era amplia y enfilamos hacia el muelle. Nuestra apariencia después de tantos días de navegación al rayo del sol y prácticamente en pésimas condiciones en todo sentido, ya de por si podía llamar la atención, pero mucho más llamativa resultaba la lancha ondeando sobre ella la vela negra a la que tantas veces nos hemos referido. No podíamos menos que despertar curiosidad y hasta sospechas.
Con el doble impulso del motor y vela rápidamente nos aproximamos hasta llegar al muelle, siendo observados por gente sorprendida que no podían explicarse de dónde procedía, ni de qué se trataba nuestra nave.
De inmediato al llegar al dique desembarcamos e iniciamos el ascenso por una vieja escalera de piedra. Fue curioso para mí que al dar esos primeros pasos en tierra me parecía todavía tener debajo de mis pies el fondo oscilante y movedizo de la lancha. No pude menos que recordar la frase que señala la inseguridad de los pasos del marinero en tierra, pues acababa de comprobar su veracidad. Terminamos toda la subida y así se iniciaba otra fase más de nuestra evasión. En seguida había que caminar hacia el cuartel francés de policía que por entonces dependía de las autoridades del gobierno de León Blum, supuestamente favorable a la república. Habíamos decidido entregar las armas a nuestra llegada a la policía francesa, pero debo decir que me costó algún trabajo convencer a José Agustín que debía hacerlo así, pues deseaba mantener consigo la que portaba y entrar con ella en España. Al fin se convenció y poco después que entramos a la oficina de la policía saludamos a los guardias que allí estaban y que se mantenían impávidos a pesar de lo insólito de nuestra llegada y de nuestro grupo.
Una vez identificados y aclarado nuestro propósito de dirigimos a la España Republicana entregué la pistola de9 mmque portaba y poco después vi como José Agustín extraía su enorme arma de su cintura y con intención de entregarla la adelantó hacia donde se encontraban los policías, los cuales mostraron por un instante, una clara expresión de sobresalto ante el tamaño y configuración del arma, sin que faltara también un asomo de temor. Cumplidos los escasísimos trámites de ingreso nos encaminamos a un hotel mediocre que nos habían indicado; después de tantos días de privaciones y dificultades, comimos por primera vez lo que se nos antojó, que por cierto fueron en general los manjares más sencillos y también los más deseados. Más tarde dormimos en verdaderas camas que aunque estrechas nos depararon un primer y reparador descanso.
A la mañana siguiente, ya bien entrada ésta, desperté con el sonido de muchas voces de gente del pueblo que al conocer la noticia de la llegada de una lancha con evadidos del territorio franquista, se habían acercado al hotel para expresar su simpatía por la República y demostrarnos su entusiasmo y apoyo por nuestra gesta. No sin alguna sorpresa vi entonces al frente del hotel al tantas veces nombrado Sargento Cutillas convertido en el relator oficial de la travesía, describiendo los incidentes del camino con gran empeño y locuacidad, que no le habíamos conocido hasta entonces.
A medio día ya habían llegado más personas con el mismo entusiasmo y con claro apoyo a nuestra empresa de evadidos de zona franquista en camino a combatir en la España todavía en manos de la República. En medio del entusiasmo nos llevaron a un recinto amplio, abierto, en el que se habían dado cita otros muchos simpatizantes emocionados al saludarnos y preguntarnos por nuestra suerte, la situación en la España fascista que habíamos dejado atrás y la perspectiva que podía verse del futuro amenazado de la República.
En ese ambiente pudimos respirar hondo a nuestro gusto y más aún lo hicimos cuando nos llevaron a un extenso jardín en el cual estaba dispuesta una paellera enorme en la que se cocinaba sobre el piso, a fuego lento, el tradicional manjar. No dejaba ni un instante de hacerse presente con las emanaciones olorosas que despedía y que nos entusiasmaba, incluso antes de disfrutar de ese excelente guiso junto a numerosa y cordial compañía. Todo esto fue contraste y compensación de las privaciones antes pasadas. El entusiasmo y las conversaciones con los nuevos amigos se prolongaron largo después del almuerzo, hasta parecer que no iba a llegar nunca el momento de seguir hacia Marrakez en el autobús que ya nos estaba esperando. Tanto fue así, que cuando al fin intenté incorporarme al mismo estaba ya totalmente lleno en la parte delantera destinada a la población francesa y blancos en general, e igual sucedió cuando acudí al que se destinaba a pasajeros indígenas que con algún reparo consintieron en mi entrada e hicieron un pequeño lugar para mí.
El viaje duró muchas horas hasta que llegamos a Marrakez y allí nos esperaba un grupo de españoles o de ascendencia española encabezados por el cónsul. Pasamos al consulado y compartimos un buen rato con todos ellos. Allí vimos de nuevo la bandera republicana que en esa ocasión cobro para todos nosotros un significado y un valor emblemático que antes no habíamos conocido en ese mismo grado.
Cuando el cónsul se disponía a llevarnos a un hotel del lugar, la protesta, especialmente de las mujeres, fue sonora y terminante pues querían que mientras permaneciéramos allí nos alojáramos con ellos en sus casas. A mí me tocó convivir con Pedro Rubí, su esposa y su pequeño hijo. Permanecí con ellos durante dos o tres días. Mi recuerdo del afecto de esa pareja y en general de la gente que nos acogió en Marrakez y el cuidado que mostraron por cada uno de nosotros está conmigo, hasta ahora y conlleva gran admiración y agradecimiento. Ya pasada toda esa aventura, incluso años después de la guerra de España, supe que Marrakez había sufrido un violento terremoto con graves consecuencias materiales y desgraciadamente también de personas. En medio de la pesadumbre sentida por esa desgracia lamenté no poder hacer nada en su ayuda sino sólo sentir gran angustia por la tragedia, como si se tratara en verdad de hermanos.
Después de la salida de Marrakez ya estábamos acercándonos al final y a la ansiada zona republicana, que era nuestro objetivo, y la única parte en la que podríamos deshacer y superar el peso que todavía traíamos con nosotros por el mundo de violencia y persecución que dejamos reinante en nuestra isla.
En ese ánimo proseguimos viaje en el autobús y al aproximarnos a la ciudad de Casablanca se nos prohibió entrar en ella, aduciendo las autoridades francesas que debían evitarlo ya que nuestra entrada en la ciudad podría producir enfrentamientos y trastornos serios por la excitación que existía entre los partidarios de la Republica que nos esperaban. En su mayoría pienso que se trataría de españoles radicados allí y también descendientes cercanos y lejanos de compatriotas.
Por el contrario, para nosotros ese hecho de que fuéramos esperados por quienes querían expresar su apoyo indudable por la República, debió ser un motivo para permitirnos la entrada y no prohibírnosla como se hizo.
Continuamos camino bien largo pasando por la imponente ciudad mora de Rabat, Fez y al final arribamos al Puerto de Orán. En ese trayecto atravesamos poblados en los que no entramos pero igualmente nos hacían sentir su simpatía y apoyo a la causa republicana española. En el Puerto de Oran permanecimos pocos días hasta que pudimos embarcarnos desde ahí hasta el puerto de Port Vendres, puerto francés casi inmediato al puerto español de Port Bou en Cataluña.
Ahí terminaba nuestra evasión y cada uno de nosotros tomó camino en la parte catalana y también en Valencia donde todavía regía la República. A mí me tocó luchar en la defensa de Cataluña y de un modo preciso en los últimos días, ya en retirada las tropas de la república, defender Barcelona hasta momentos bien últimos desde una batería antiaérea que permaneció en fuego hasta que por fin abandonamos la ciudad encaminándonos en la carretera hacia Francia, en la que pudimos ver la pista ametrallada en un trecho por aviones enemigos.
En ese camino fue de emoción y también fue patético, contemplar a nuestro paso la noble figura de Antonio Machado a quien vi, caminando pesadamente, bastón en mano, junto con su madre y algunas otras pocas personas, en busca de la frontera francesa. Como se sabe don Antonio no tardó en morir, herido por el dolor de España y por la tragedia que se cernía sobre ella después de nuestra derrota. Sus restos y los de su madre que falleció, solo tres días después, descansan todavía en el sur de Francia.
Viña del Mar, Chile. Octubre 2002.